Como aporte al centanario de Mayor Buratovich, continuamos publicando los lugares y personajes de esta localidad que brotaron de las letras de la señora Elsa Bertazzo de Ortes a quien redoblamos el agradecimiento de permitirnos publicar estos trabajos. En esta ocasión hemos seleccionado “LAS CALLES DE MI PUEBLO", la foto corresponde a la calle Sarmiento
LAS CALLES DE MI PUEBLO, -- LAS CASAS...
Hoy haremos un recorrido imaginario por las calles de muestro antiguo pueblo. Saldremos hacia la ancha arteria que circunda la vieja plaza. Cuántos metros cuento al cruzarla...? Treinta... Cuarenta... frente a la acreditada Tienda Cura, antigua como el pueblo mismo...Sigo mirando hacia la misma vereda; encuentro la librería de Delia Guasch; a su lado, el correo, siguiéndole la Casa Rusansky, almacén de Ramos Generales... allí se podía comprar de todo, desde un kilo de azúcar hasta una toalla o un apero para el caballo... Sigo mi camino, cuánta arena...! Cómo se entierran los zapatos del viajero que llegó en el tren, cargando su pesada valija de cartón...!
Seguimos rondando la plaza y nos encontramos con la vieja casona de Luciani (donde hoy existe un bar confitería). Esta esquina me trae nostálgicos recuerdos porque allí pase junto a mi numerosa familia, varios años de mi infancia. Pasamos a la casa donde don Juan Ruspil tenía instalado su pulcro bar, al que concurrían nuestros mayores antes de la cena a jugar su partidito de mus por los chocolatines, que, si tenía suerte nuestro papá, esa noche teníamos festín,...porque no todos tenían la monedita para ir a comprarlos. Sigue la humilde casita de los viejitos Portnoy, un matrimonio judío tan aferrado a sus costumbres tradicionales. Ahora se halla instalado el multikiosco Plaza. Y continúa el recorrido: Juan Dantagnán con su “fonda” comercio tan común en aquellas épocas. Se poblaba los fines de semana de gente que llegaba del campo a pasar el domingo. Siguiendo la vuelta llegamos al almacén de don Mauricio Portnoy, que vendía yerba, café, azúcar, arroz, todo “suelto” como decíamos, y él mismo se encargaba de armar el enorme cartucho con una hoja de papel de estraza que serviría de envase. Luego, la panadería de don José Luciani que más tarde fue de don Félix Gayubo, el bufo tenor. La única casa de dos pisos con balcones a la calle y la particularidad de tener en su frente, un reloj de sol, que era la curiosidad de los observadores. El almacén de don Lorenzo Cardarelli, amplio salón con el típico piso de madera de pinotea. En la esquina opuesta, la carnicería de su primo don José Cardarelli, mostrador consistente en un armazón de hierro, tapa de mármol blanco, con ganchos característicos para exhibir la mercadería bien acondicionada. En mitad de esa cuadra, la farmacia de don Settimio Verardo, el italiano tan extravagante y original a quien tanto le agradaba vestir su traje a la cazadora con elegantes “breches” y botas altas, y salir de campo con sus amigos, generalmente llegados de Bahía Blanca, y cargando sus hermosos perros galgos en su “ voiture”, única en la localidad. Seguía el viejo almacén Duarte (Sol de Mayo) atendido, por el fiel viejo don Cordero, robusto...parsimonioso...(Tendría callos plantales...?) Nos daba de yapa un puñado de caramelos Bahía. Y nos queda la esquina de “chapas coloradas”, como llamábamos al almacén de don Emilio Ferraguti.
Lo curioso era que, la edificación que se encontraba entorno a la plaza que ya conocemos, miraba de frente al alumbrado que la circundaba y que los despiadados vientos de Villarino, hacían que la arena cubriera casi en su totalidad. Y los cardos...? Los cardos jugando con los ventarrones de tierra, se entrelazaban con los hilos acerados formando un pintoresco dibujo que se asemejaba a una calada puntilla como las que tejía la abuela.
El viento, como una enorme escoba, barría las calles dejando a la vista el piso firme y las piedritas diseminadas profusamente. Las pobres calles, hondas, de huellas profundas parecían largos badenes, que, cuando llovía formaban inmensas lagunas que cubrían, generalmente, más de una cuadra. Si para cruzar la calle de un lado a otro, algún vecino, seguro el más laborioso, o tal vez entre dos, pala en mano, se tomaban el trabajo de construir un camino de unos cincuenta centímetros de ancho que dividía en dos la enorme masa de agua, y así, yendo y viniendo, lo usábamos de pasatiempo y además, servía para que botáramos ingeniosos barquitos de papel, de todos los tamaños, que hacíamos avanzar agitando con una varita, o así nomás, con las manos, el turbio líquido, para ganar carrera...Lentamente, luego de días y días, por la acción del sol y absorbida por la gris arena que la bebía inexorablemente, la laguna iba desapareciendo.
Cuántos vendedores ambulantes, generalmente sirios, con sus valijas atiborradas por el afán de cargar más trapos para ofrecer a las dueñas de casa, recorriendo las calles mostrando su mercancía, una toalla por la que pedía setenta centavos, luego la entregaba por cuarenta o cincuenta...Siempre había arreglo.
Muchas cosas podríamos seguir enumerando de estas calles cargadas de arena fina y limpia que más de una vez vio encajado en sus montículos algún carro o un solitario Ford a “bigotes”, que los apacibles vecinos ayudaban a desenterrar...
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